Anécdotas casi semejantes a esta ocurrieron durante el día y solo el peso de la noche pudo calmar la rabia de la ilustre Pola para renovarla al dia siguiente, como vamos a verlo.
A las 9:00 de la mañana era la hora señalada para ejecución. Preparado todo, se pusieron en movimiento las víctimas y sus sacrificadores. La Pola rompía la procesión con dos sacerdotes a los lados. A mí me había cabido la segunda fila de la escolta que debía fusilar a esta singular mujer, es decir, que yo no debía ser de los ejecutores, para cuyo logro no fue poco lo que trabajé en la situación en que me hallaba de que se descubriese mi excusa, y se atribuyera a esta algún mal designio que pudiera comprometerme seriamente. Sin entrar en estos detalles, que serían largos y poco importantes, solo diré: que después de muchas dificultades que tuve que vencer para librarme de tan terrible encargo, logre ser excluido a pretexto de que mi fusil no estaba muy corriente, apoyando este argumento con el regalo de cuatro reales que hice al cabo de mi escuadra, que era el discípulo de quien he hablado en otra parte, el cual se ofreció a tirar en mi lugar y así lo cumplió. La Pola se resistía a marchar. Una vez vio al Mayor de Plaza al salir a la luz del sol, gritó con ira a los sacerdotes que la acompañaban:
–“¡Por Dios, ruego que se me fusile aquí mismo si ustedes quieren que mi alma no se pierda! ¿Cómo puedo yo ver con ojos serenos a un americano ejecutor de estos asesinatos? ¡Ay¡ por piedad, no me atormenten por más tiempo con estos terribles espectáculos para un alma tan republicana como es la mía. ¿Por qué no se me quita de una vez la vida? ¿Por qué se aumenta mi tortura en los últimos momentos que me restan, poniendo ante mis ojos estos monstruos de iniquidad, estos imbéciles americanos, estos instrumentos ciegos del exterminio de su patria?...”
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